Una vez dentro, me dejé caer en la mesa del fondo, la de la ventana, la de siempre, la nuestra.
Y ahí estaba yo, con los ojos bien abiertos, mirando por la ventana, mirando la nada y agarrándome a esa estúpida esperanza que te queda cuando ya lo has perdido todo, soplé. Soplé sobre el cristal. Dejé que se empañara con la absurda esperanza de que apareciera un corazón dibujado. Tonta, tonta, tonta. Y como si pudiera volver a vivir aquel momento, como si casi pudiera volver a tocarte, recordé como aquel día te sentaste en mi mesa, como me miraste a los ojos y me preguntaste si creía en el destino. "¡Menuda estupidez!", pensé. La típica tontería que sueltan los chicos para ligar. Entonces dibujaste un corazón con tu dedo en la ventana. Dijiste que tarde o temprano me daría cuenta yo también. Que no tenías prisa y que cada mañana vendrías a decorar el vaho de la ventana, que cada mañana vendrías a decirme lo preciosa que estaba y que cada día me darías un pedacito de ti hasta que me enamorara loca y perdidamente de ti. ¡Qué estupidez! ¡Qué disparate! Acepté encantada porque sabía que nadie con una excusa tan tonta podría enredarme y tu sonreías, claro que sonreías. Porque yo entraba en tu juego, porque ya habías estado jugando conmigo mucho antes, pero eso es otra historia... Y así, así me creí cada una de tus historias, así me enamoraste y cuando creía que podía tocar el cielo con la punta de los dedos te esfumaste. Porque fuiste tan efímero como ese último cigarro. Tú que decías que era nuestro destino, dime, que clase de destino cruel permitiría que te escaparas entre mis dedos así, que tu aliento no sea el que caliente el mío, que ya tan solo en mis sueños te pueda ver, ¿acaso hay algo más injusto? Porque nunca te dije lo que realmente sentía por ti, porque ya nunca me podrás decir al oído tus secretos, porque ya nunca me dibujarás ese corazón.